El otoño tiene ese soltar de cosas que no sabes ni ponerle nombre, porque a veces no es necesario ponerle cara a lo que se está moviendo, parece que bastase con dejar ir lo que ya no hace nada aquí, como si de las hojas que se van cayendo del árbol se tratase, para vaciarse y volver a empezar el ciclo dejando espacio para lo nuevo.
El otoño también tiene algo de la fase premenstrual. Ese replegarse sobre una misma, del encuentro con la chamana. Quedarse junto al fuego creando, dejando que se alejen las cosas que no hacen falta, las que ahora agotan más que nunca.
También tiene un poco de pelar castañas asadas con la mano, de hacer magdalenas de calabaza, tejer punto, escribir, imaginar, volver a CREAR,…
De no ponerse ropa ajustada que haga incómoda la vida, de elegirse, ponerse tejidos suaves, calientes, de edredón hasta las orejas, de atrasar el despertador una vez más.
De silencios, música suave, incienso, compañía de quien sabe estar sin hacer ruido, de infusiones calientes y calcetines gordos. De libros que hablan de Escocia, de cuadernos en blanco y una idea que plasmar.
De caricias bajo la manta, momentos compartidos, sonrisas, complicidad.
No, el otoño no es para correr ni para apagar fuegos. Su energía nos recuerda que bajemos el ritmo, por eso a veces nos cansa tanto.
El otoño tiene mucho de reinventarse, de hacerse espacio y defenderlo. De bajar el volumen y escuchar.