Una persona especial tiene Fobia Social, y me pidió que le escribiera una carta donde le explicara diferentes momentos y situaciones donde yo hubiera sentido mucha ansiedad. Esto le ha ayudado a normalizar su angustia en determinadas ocasiones. Y para mí ha sido un ejercicio revelador a la par que bonito al recordar mis comienzos en muchas cosas…
«Querida amiga, aquí va el relato de mis momentos de ansiedad en estado puro.
Voy a contarte los que recuerdo más nítidos.
Creo que mis peores momentos están relacionados con la carrera y las exposiciones, porque no teníamos suficiente con esa yincana que era nuestra vida entre trabajos, exámenes, prácticas, normas APA (llegué a pensar que nunca iba a acabar esa pesadilla), que había que poner la guindita del pastel con exposiciones en casi todas las asignaturas.
Recuerdo perfectamente la ansiedad con la que vivía desde días antes.
Días, sí.
Cada vez que se me venía a la mente el recuerdo de la exposición, me daba un vuelco el corazón, arritmia al canto y esa sensación de pánico en el estómago que tardaba un buen rato en calmarse, hasta que me acordaba otra vez y volvía a empezar. Me recuerdo yendo hacia el aulario mirándome las botas dando un paso, otro y otro, como si fuera al matadero. Joer, qué horrible era. Creo que mi mayor miedo era no poder controlarme, sufrir un ataque de pánico y salir corriendo de la clase en mitad de la exposición. Intentaba convencerme a mí misma con técnicas como “¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿que me trabe? ¿que me ponga a llorar por puro pánico? Nadie va a morir, esto no es grave”. Pero ¿qué quieres que te diga? Relativizar no me ayudaba nada.
Recuerdo que empecé a tomar Sumial antes de las exposiciones, que es un fármaco que te ralentiza los latidos del corazón, o eso me explicaron. Y cuando me iba acercando a la pizarra, ni Sumial ni leches. Mi corazón iba desbocado como un jinete por el oeste perseguido por una manada de lobos hambrientos. Dejé de tomarlo cuando después de un examen me fui a andar por el paseo marítimo y me mareé porque el corazón no me bombeaba lo suficiente. Veinte minutos tumbada en un banco temblando, y decidí que tenía que utilizar otra táctica que no me pusiera en peligro.
El caso es que luego aparentaba una tranquilidad del copón, me lo decían todos. Y algún profesor me felicitó por haber explicado tranquilamente mi parte. Y yo pensaba “si tú supieras…”
Y encima estoy segura de que nadie aparte del profesor, nos escuchaba cuando hablábamos, porque todo el mundo estaba pensando angustiado que luego les tocaba a ellos. Yo al menos cuando veía a algún compañero, siempre empatizaba con su angustia y con el mal rato que estaba pasando el/la pobre, y nunca llegaba a enterarme de lo que contaban.
Lo peor comenzó en segundo curso. Empecé a tener ataques de pánico en los exámenes. Hubo uno en concreto que tuve que taparme los oídos, cerrar los ojos y aguantar la respiración para no gritar. De verdad, creía que me iba a volver loca. Me veía saliendo de clase corriendo y gritando por el pasillo central, porque eso sí, sabía que si perdía el control no lo iba a hacer en silencio. Cada examen era una súplica al cielo de que no me diera un ataque de pánico. Ya no de un aprobado, sino de no volverme loca. Y empecé a tener conductas de evitación como ponerme al final de las clases, porque si tenía que morder algo para no gritar, prefería que no me viera la gente desde atrás. También llevaba siempre un abanico por el agobio tan grande que me entraba. Un día un profesor me lo revisó por si llevaba escrito algo en él. No hubiera ganado para abanicos si hubiera sido un sistema de chuletas. Pues sí, menuda hubiera liado yo si hubiera querido copiar. Estaba para robar panderetas de noche…
Había exámenes en los que sólo se me oía a mí aletearlo durante la hora que duraba, porque escribía con la derecha y abanicaba con la izquierda como si no hubiera un mañana.
Recuerdo un examen de cuyo departamento no quiero acordarme, en el que no nos quisieron poner el aire acondicionado en junio. La gente empezó a marearse por el calor y los nervios, y mi abanico casi se funde. Acabé aquel mítico examen de siete hojas en 50 minutos. Fui la primera en salir y lo hice dando bocanadas de aire. A veces lo pasaba tan mal que no revisaba las respuestas. Ya no iba ni a por nota, mi prioridad era salir de allí.
¿Recuerdas un estudio que decía que los estudiantes de Psicología éramos los más estresados? Doy fe de ello. Y creo que aparte de parecer un chiste sin gracia, era completamente innecesario que nos metieran esa caña con las exposiciones.
Sí, es cierto que saber hablar en público es importante, pero no a costa de esos niveles de estrés.
Y mira que yo me he hinchado a hablar en público después cuando empecé a ejercer, pero nunca me volví a poner así de nerviosa.
Se me viene a la mente también mi primera sesión como Psicóloga. Estaba atemorizada, ilusionada, expectante, y todo eso intentando mostrar seguridad. ¿Lo haré bien? ¿estoy preparada? Me senté en la silla de mi consulta por primera vez sin acordarme que me habían dicho que estaba rota. Al echarme para adelante, se volcó y caí contra la mesa. Me eché el pelo detrás de la oreja muy digna, sonreí y musité algo así como «vaya, siempre me pasa lo mismo con esta silla». La chica que tenía en frente debió pensar que si siempre me pasaba lo mismo, igual era un poco torpe…
También recuerdo momentos con chicos en los que el corazón iba a lo suyo.
¿Te acuerdas de aquella historia que te conté con aquel chico de Madrid? Hubo un tiempo en el que cada vez que pasaba cerca de su despacho, aquello parecía un ejército de caballería. Una vez mi hermano vino conmigo y me preguntó si me pasaba algo. Se ve que con eso no disimulaba tan bien.
A veces me sentía tonta con él, porque de alguna manera él llevaba el mando en la situación. Nunca puse mis condiciones en aquella historia y él hacía y deshacía. Me sentía pequeña, insustancial y temerosa. Hoy logro ver lo poco que me podía aportar esa persona, pero en aquellos tiempos yo era un manojo de nervios.
La primera vez que quedé con él, llegué muy pronto porque había estado todo el día esperando el momento de empezar a arreglarme histérica perdida. Así que había comenzado con mucho tiempo de antelación y ya estaba más que lista dos horas antes. Salí con tiempo por eso de que podía haber algún problema con los trenes. Pues chica, ese día los trenes volaron, y me planté en la plaza donde habíamos quedado en un cuarto de hora. Allí estaba yo con cuarenta minutos de antelación, mis 48 kilos por aquel entonces y una obra al lado con sus correspondientes trabajadores que no paraban de mirarme con cara de “a esta le han dado plantón”. Me sudaban las manos, me entraron ganas de hacer pis, tenía miedo de que se me derritiera el maquillaje (era verano), y el muy idiota me llama a la hora y me dice que se va a retrasar un poco…
Un trabajador me dijo “hay que ser capullo para darte plantón”, y yo pensaba “hay que ser capullo para dejarme a cuarenta grados a la sombra porque se te ha hecho tarde viendo una película”. El capullo llegó hora y media después y me despedí de los trabajadores con una sonrisa y sus deseos de que me lo pasara bien. Fueron buena compañía. De hecho, mejor de la que lo fue él. Tardé un mes en cortar aquella historia, porque de algún modo me seguí sintiendo muy débil e insegura a su lado. Hasta que un día fui a hacer montañismo con él y me dejó tirada en la montaña porque “él iba a otro ritmo”.
Sola en mitad de la nada. Con mis 48 kilos y sintiéndome fatal, pequeña, indefensa, enfadada… Antes de volver a casa supe que no quería saber más de él. Y aun así, me costó decirle que se acabó.
De esta historia y de aquel fin de semana podría escribir otro tanto. Es de las anécdotas preferidas de mis amigos. Con el tiempo me reí mucho de aquello.
Como ésta te puedo contar varias. Dejé de sentirme así con el tiempo, cuando empecé a estar más segura de mí misma. Había nervios, mariposas en el estómago, pero no esa ansiedad totalmente innecesaria. Es decir, fui encontrándome más tranquila a través de la exposición.
No sé si esto te ha ayudado, pero eso que sientes tú yo lo he sentido muchas veces, y las ganas de salir huyendo también estaban.
Aquí me sale la Psicóloga ACT que llevo dentro y te digo que al final aprendes a caminar con eso, porque tú vas en dirección a la persona que quieres ser, y eso le da fuerza a cada paso al frente que das. Y si evitas todo lo que te da miedo, la vida acaba no teniendo sentido.
Créeme, merece la pena invitar a tus miedos a que te acompañen. Aunque el corazón vaya desbocado como si te persiguiera una manada de lobos hambrientos.»